viernes, 31 de enero de 2014

La oposición equivocada.

A veces vivimos acumulando cosas, obras de arte, fotos, cubiertos de plata y preciosos muebles. Yo también lo hice y después morí y murieron mis hijos. Y mis nietos no supieron qué hacer con tantos trastos, los tiempos han cambiado mucho. Ahora no hay sitio ni tiempo, ni ganas de custodias. Se lleva una vida práctica. Los libros ya no se acumulan en estanterías, están en un e-book. Los muebles grandes no caben en las casas, dicen que tienen aire tétrico. Traen los muebles en pequeños paquetes, los montan y no pretenden que duren. Nadie quiere ya que sus nietos hereden la puñetera mesa, ni siquiera que les acompañe durante su corta vida. Certifico que es corta, la mía lo fue en exceso. Yo quizás tuve la suerte de dejar un digno cadáver y el respeto vitalicio de mis hijos y de mis nietos por referencia.

Mi hija pequeña solo tenía cuatro años cuando dejé viuda y seis hijos, la mayor con diecinueve años. No existía por entonces más que unas pequeñas mutuas que aportaban ridículas pensiones y colegios sectoriales de huérfanos, así que mi viuda gestionó medio bien la educación de mis hijos, que pronto aprendieron a ayudar a su madre económicamente y ella, mimada princesa, terminó tiranizando a las chicas tal y como había hecho conmigo, mientras me tuvo a su lado.

Mi mujer, con la que por cierto discutía a diario, me amaba entonces en lo más profundo de su ser. Si me hubiera amado así mientras vivía, probablemente hubiera sido un hombre feliz. Pero en vida ni supo, ni supe darle felicidad. En su afán de rendirme homenaje, aún rozando la miseria, no quiso desprenderse de nada que le recordara a mí. Guardó con celo todas las pequeñas y grandes cosas que yo había ido adquiriendo a lo largo de mi corta vida, e inculcó a mis princesas esta misma costumbre. Cuando en realidad, yo en los últimos tiempos, por mi situación económica trataba de vender todo cuanto tuviera valor alguno y hacía gestiones para conseguirlo. Así quedó reflejado en las numerosas cartas que redacté ofertando todas mis adquisiciones en pintura, escultura y muebles antiguos. Cartas que supongo que, aún seguro fueron leídas por mi familia, ya que archivé copia de cada una de ellas, jamás se mencionaron. Se corrió un tupido velo acerca de mis escritos y correspondencia y se inventaron un padre y un marido que poco tenía que ver conmigo. Eso sí, crearon un estudiante precoz, brillante y estupendo doctor en medicina. La verdad es que tuve mucho que darle a la ciencia y le di cuanto pude, no tuve tiempo de más.

Mi vida poco tenía que ver con mis proyectos. La sociedad reaccionaria y provinciana limitaba las oportunidades. Planeaba por tanto llevar a la familia a Madrid y otras muchas cosas más que se ocultaron para siempre. Hasta que la nieta que no conocí, deshaciéndose de trastos viejos y sacando por ellos lo que los piratas del arte le ofrecían, rescató mi legado, mi correspondencia y mi primer diario.

Tengo que confesar que había otro diario, que es de lo poquito que mi mujer y mis hijas hicieron desaparecer. Este diario mataba al padre que habían mantenido vivo durante tantos lustros. El papi que no era yo, si no el que ellas hubieran querido que fuera. ¡Qué suerte tuvieron! Fui tal como soñaron, desde el momento de mi muerte hasta el de las suyas, para lo que por cierto pasaron bastantes años.

Dejé de observar el día que vi que ninguno de mis seis hijos parecía feliz; su evolución poco o nada tenía que ver con las orientaciones que yo les hubiera dado. Ninguna de las chicas formó una familia, me imagino que en eso algo tuvo que ver mi princesa, actuando de "espanta novios". Aunque ellas supieron organizarse en su economía mejor que los chicos, que sí tuvieron familia. Ellos no parecían hijos míos, no eran nada independientes a nivel afectivo, buscaban la felicidad donde jamás existió, en la mediocridad.

Me cansé de oír fantasías sobre mi persona. ¡Caray!, yo era republicano y mis hijos de derechas. Decían que yo hubiera sido de derechas si hubiera conocido a un tal Girón, que por lo visto instauró la Seguridad Social en España. Decían que yo hubiera, hubiera, y hubiera... Cuando realmente yo sería yo, y ellos serían diferentes, llevarían mi impronta, me habría metido en sus estudios, en su futuro. Me temo que los que cambiaron su destino al morir yo, fueron ellos.

Yo nací en Madrid en febrero de 1882, viví allí hasta los diez años y después me trasladé con mi familia a Valencia. Mi padre era abogado y tuvo la oportunidad de administrar el Castillo de Montesol. El marqués confiaba ciegamente en él, y no era para menos. Era el hombre más íntegro que conocí en mi vida. Mi madre, una dama.

Éramos cuatro hermanos y crecimos felices y con hambre de aprender. Yo era el segundo. Mi hermano mayor, Gonzalo, siguió los pasos de nuestro padre, estudió Derecho y trabajó con mi padre hasta que se enamoró y se fue. Mi hermano Nenín era pianista, al ser el pequeño y mostrar inquietudes musicales, mis padres le orientaron en esa carrera. Aunque era inconstante y de personalidad desordenada, a menudo no cumplía sus compromisos y terminó mendigando por nuestras casas y alterando los nervios de todos. Mi hermana Pilar se casó con un militar de una conocida familia y dedicó sus días al cuidado de los suyos.

Yo me decanté por la medicina, era buen estudiante y desde pequeño sentí que era mi destino. Amaba las prácticas curativas. Terminé la carrera con buenas notas en 1902 con solo veinte años y me fui a Madrid a cursar el doctorado. Allí conocí gente muy interesante de la ciencia y la cultura e intenté hacerme una clientela y establecerme. Pero mis habilidades en este terreno eran nulas. Así que una vez convencido de que eso no era lo mío, decidí hacer oposiciones. No quería dejar aquel ambiente, pero no podía de ninguna manera pedir a mis padres más esfuerzos económicos y a fin de poder independizarme, comencé a estudiar todas las oposiciones que caían en mis manos. Me centré principalmente en las de La Beneficencia de Madrid, y aquello fue un desastre; aprobé con suerte el primer examen pero algo pasó con el Tribunal, se enfadaron entre ellos y tardaronsiglos en citarnos para la segunda convocatoria. A modo de broma me presenté a las oposiciones de Médico de la Armada; solo me dio tiempo a leer por encima el temario y cuál fue mi sorpresa cuando constaté que había obtenido el número dos. Me vi de la noche a mañana convertido en militar y viviendo en Cartagena, con subordinados galones y todo. Aquella chiquillería cambió el rumbo de mi vida para siempre.

Por mi carácter pacificador e inquieto, no era en el ejército donde me sentía mejor. No tardé en adquirir fama de listo y trabajador. No nos engañemos, allí mis colegas no trabajan mucho. Una vez aprobada la oposición, se dedicaban a administrar lo poco que ganaban y a ascender. No querían complicaciones, nada que les hiciera dedicarse a la molesta tarea de pensar. Así que aún trabajando poco parecía que trabajaba mucho, y aquello me trajo no pocas dificultades, aunque también ciertas ventajas. Allí todo se asumía como una orden, tanto por los superiores, como por los subordinados; no valía un consejo ni una discusión sobre nada. Y para la medicina no hay nada peor que eso.

Cuando podía viajaba a Valencia, no tanto como quería ya que el dinero no me llegaba para mucho. Mi novia rompió su compromiso conmigo por mi falta de atención, unida al mal servicio de Correos. Mi familia entendía cómo estaban las cosas.

Decidí entonces montar una consulta privada. Alquilé una casa espantosa con un papel pintado que se caía a jirones; pasaba mucho tiempo tratando de adecentar aquel espacio. Daba a un callejón oscuro con olor a orines y a una pensión donde se ejercía el oficio más antiguo del mundo. La mayoría de mis pacientes no tenían recursos. Visto lo visto me especialicé en urología y me llegaron a conocer como el "sifilólogo". Con tal sobrenombre tenía naturalmente una buena cartera de clientes, pero todos con pocos recursos; a los que más tenían era igual de difícil cobrarles ni un céntimo. Me fabriqué una lámpara y fui adquiriendo una buena biblioteca. Podía estudiar y pasaba mucho tiempo allí, la mayoría de las veces enfrentado a mi peor demonio, la pereza.

En el hospital, todo seguía igual que al principio, guardias tranquilas y conversaciones relajadas. No era mi plan de vida. Mi inteligencia y mi saber, empezaban a mermar a velocidad de vértigo, así que centré todas mis habilidades pequeñas y grandes en trazar un plan para salir de allí. Encargué un par de trajes nuevos y comencé a frecuentar el Casino, a participar en tertulias y a relacionarme con la gente más culta y con más inquietudes de la población. No me costó nada entrar en ese ambiente. Una cosa llevó a la otra y al poco tiempo ya tenía una consulta decente, con clientes de recursos. Fue entonces cuando decidí dejar el ejército y gastar todo mi tiempo en progresar. La cosa pintaba bien. Nunca hablé por hablar, estudiaba, me informaba y después, afirmaba. Comencé a ganar bastante dinero y a considerar que era hora de formar una familia. Fue entonces cuando entró en escena mi princesa.

Hermana de un colega inteligente y pintoresco, me la metió bastante por los ojos. Ella era ambiciosa y contraria a mí políticamente, pero sin darme ni cuenta estábamos comprometidos y haciendo planes de futuro. No fue una relación fácil en ningún momento, aún así la amé y formamos una gran familia. Tuvimos seis hijos y difícilmente nos poníamos de acuerdo con respecto a su educación o a cualquier otra cosa. Para no discutir decidí centrarme en el trabajo y dejarle a ella la administración de la casa y el cuidado de los chicos.

Comencé a trabajar en muchos sitios; fundé y dirigí un hospital, colaboraba en el centro de la tuberculosis, seguía con mi consulta, tenía cargos en el Colegio de Médicos, en la revista médica; escribí un libro sobre la gripe y me afilié al Partido Socialista. Apenas veía a mis hijos, me pasaba horas escribiendo y estudiando en mi despacho y a veces me iba al trabajo sin haber pasado por la cama. Profesionalmente me fue bien, pero nunca conseguí ser feliz. El resultado era que yo ganaba más y más, pero en casa se gastaba cada vez más. Nunca le dije a ella que tenía que recortar gastos, mi papel en esa casa era que no faltara de nada, solo se lo decía de forma sutil, sutilezas que nunca captó. Mi crédito mermaba y nunca llegaba, cada vez eran más cosas, más servicio, más ropas, más de todo. Yo cada vez trabajaba más y tenía menos. Con frecuencia pensaba que solo llegaría a estar tranquilo el día que me quedara tieso.

Llegó la República y de esa manera, me convertí en uno de los cuatro vicealcaldes del Ayuntamiento. Marzo de 1931, cuarenta y ocho años, seis hijos y cinco trabajos, ahora seis. Las cuentas del Ayuntamiento eran un desastre, peor aún que las de casa, allí no había un duro. Yo tenía dos intereses; el primero era que la población tuviera un agua de calidad, pues como médico veía la cantidad de gente que moría por las malas condiciones del agua. Y el otro era que al final se terminará la obra de las "Casas Baratas”, barriada emprendida por el ayuntamiento anterior y que quedó abandonada por falta de pagos. Estas viviendas venían a solucionar el problema de alojamiento de muchas familias, previo pago de un pequeño alquiler social y con opción de compra. Pero no había dinero para nada importante y se hacían suscripciones para ornamentar la ciudad, pero nunca para estas cosas. Lo difícil de todo ello era no perder los nervios, jamás los perdí en público. Me dejaba ningunear por todos, por mis compañeros de la Alianza Republicana, por la oposición y por mi propia mujer.

Una mañana de agosto me dirigía al Ayuntamiento a un Pleno extraordinario sobre las "Casas Baratas". Me venía doliendo la cabeza desde hacía varias semanas, no hacía más que repasar cuentas de lo que me debían, de lo que debía; de la clínica, de la casa, del Ayuntamiento, del hospital. Nada cuadraba en ese balance mental. Y así fue como en medio del Pleno, me dio un infarto cerebral que no supe ver con antelación, aunque sabía que cualquier día me pasaría. A los tres días descansé para siempre. La ciudad me rindió homenaje, me pusieron una calle. Mi mujer me adoraba. Y en los periódicos dijeron: " Ha muerto un hombre bueno y un excelente doctor". Lo certificó mi partido y también la oposición. Sacaron adelante mis proyectos en el Ayuntamiento. Mi familia se fue a vivir a las "Casas Baratas". Yo a un Campo Santo de aquel sitio al que me llevó la oposición equivocada.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

ÁNGEL SÁNCHEZ DE VAL 1882/1931


8-12-11
Tras la desaparición de dos generaciones de mi familia y una vez cumplido el luto. Me dispongo a hurgar en los armarios y estantes que durante más de cien años han ido guardando trocitos de historia de cada una de las personas de la familia de mi padre. Encuentro cosas ciertamente curiosas, y la imagen y la personalidad de mi abuelo, (que murió con solo cuarenta y ocho años y dejando seis hijos y una brillante carrera profesional como doctor en medicina), me engancha totalmente.
Entre otras muchas cosas, condecoraciones, menciones y un largo etcétera, me encuentro con el diario de cuando empezó su vida profesional, siendo aún muy joven. Diario en el que compruebo como sus expectativas quedan en mucho menos, primero por el sitio al que fue a parar y segundo por su temprana muerte.
Me dispongo a trascribir estas páginas, para mi ciertamente más significativas, que para cualquier otras manos, con el ánimo quizás de compartirlo con mis hermanos, o con cualquiera que pueda mostrar curiosidad.